martes, 26 de octubre de 2010

El orgullo de ser... ¿qué?

Este texto se escribió en dos partes. Los dos primeros párrafos tenían una intención, pero luego leí una columna de Antonio Caballero que me puso a pensar en otras cosas. Siendo así, dejo los párrafos iniciales como una introducción que, aunque no resultará del todo adecuada para las palabras que le suceden, sirve para lo que estoy pensando al respecto de esto.

I.
Mucho se ha escrito sobre naciones, patrias y sentimientos de pertenencia a una tierra, a un espacio o a un grupo. Pero no creo que sea una cuestión de escribir, sino de ver las prácticas y actitudes que esa pertenencia implica. Todo eso de "Colombia es Pasión", del "orgullo de ser colombianos" y de sacar pecho cada vez que matan a un jefe guerrillero aporta más que cualquier libro de teoría política.

Hay quienes dicen que el colombiano (el hombre, sí) es violento, y que esa es la explicación de nuestra historia durante más o menos 200 años. Otras opiniones, con un poco más de profundidad, abandonan estas posturas esencialistas y se ponen a revisar por qué la violencia ha sido una constante estructural en la construcción de los procesos políticos y sociales del país.

II.
Sobre la violencia se ha producido toda una serie de imaginarios y, particularmente, de imágenes que pretenden recoger una de las manifestaciones, en mi opinión, más complejas del comportamiento humano. A riesgo de caer en un lugar común, concuerdo con Caballero en resaltar la labor de Obregón en su representación, ya casi clásica, de ‘La Violencia’. Pero esta, La Violencia en un lienzo, así como La Violencia como período histórico ya estandarizado, distan de ser unas simples categorías: la violencia, o las violencias, mejor, tienen caras, nombres, apellidos, cuerpos e historias que se entretejen en relatos complicadísimos, que tratan de hacerse ver y, la más de las veces, fracasan.

En su versión más macabra, pero más diciente, esto se traduce en el uso de los mismos cuerpos como vehículos para transportar mensajes, para la construcción de discursos que actores armados pretenden forjar sobre las pieles de las personas. En ese sentido, la exposición de los cuerpos muertos, no sólo como trofeos de guerra, sino como símbolos de un imaginario de muerte y sistemática destrucción que, desde hace décadas, ha estado siempre presente en lo público y en lo privado.

La pregunta, entonces, sería hasta dónde hemos sido partícipes de la internalización y la reproducción de estos valores macabros. Aunque Caballero lo resume en un problema casi semántico, tiene un trasfondo político mucho más significativo. Si nos gusta ver cadáveres de nuestros ‘enemigos’, y al mismo tiempo surgen preocupaciones ciertamente mojigatas sobre una moralidad atada en los valores que han construido lo social desde el siglo XIX, creo que hay algo que no encaja. Simplemente, la muerte y la preocupación por una juventud pretendidamente pura, no caben en el mismo saco.

No me siento en capacidad de decir que la naturaleza de este país es violenta. Lo que sí afirmo categóricamente es que las prácticas violentas se han adueñado de nuestra cotidianidad, y harto hace que hemos pasado el punto de no retorno, en donde las características históricas y sociales de las violencias podían ser reconocidas. Ahora, simplemente reconocemos a estas dinámicas como parte constitutiva de nuestras vidas y de las realidades que hemos de enfrentar.

Se escucha: Stop And Stare – Fenech-Soler

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